Ponencia de Adriana López Monjardin, Mesa Género e Inclusión


Las resistencias de las mujeres del campo frente a la violencia económica y sociocultural de los proyectos de «desarrollo»

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Ponencia a la Mesa “Género e inclusión:

derechos económicos, sociales y culturales”

Adriana López Monjardin, ENAH

Agradezco a Claudia Ytuarte la invitación a participar en este espacio, así como su empeño, junto con las demás organizadoras, por mantener activo este Foro.

Hace un mes, cuando tuvimos aquí en la ENAH una sesión anterior de este Foro Itinerante, que se llama “Mujeres, violencia e impunidad. Diálogos entre la academia y la sociedad civil”, tratamos el tema de las mujeres presas políticas. Ese día contamos con la participación de nuestra compañera Mariana Selvas, estudiante de etnología. Mariana participó a través de una llamada telefónica que nos hizo desde Texcoco, desde la cárcel. Unos días más tarde recobró su libertad y ya volvió a la ENAH. Los jueces injustos, los policías torturadores y los gobernantes vengativos no pudieron probar ningún delito, ninguna culpa que justificara su encarcelamiento durante un año y ocho meses.


En aquella sesión de hace un mes, una de las ponentes que participó en el Foro, Eugenia Gutiérrez, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, nos habló de otras presas políticas, en particular de Patricia Romero y Georgina Edith Rosales, también detenidas en San Salvador Atenco y todavía prisioneras. Hoy, al hablar de género, violencia e impunidad, no podemos dejar de recordarlas.

Para entrar al tema que nos reúne en esta ocasión, quiero comenzar compartiendo con ustedes unas líneas que provienen de un texto que fue aprobado en la Tercera Conferencia Internacional de la Vía Campesina, porque me parece que resumen, en muy pocas palabras, un diagnóstico preciso de la problemática de las mujeres que habitan el mundo rural y se trata de un planteamiento construido en colectivo y en donde confluyen muchas resistencias:

“El modelo económico neoliberal, que obliga a todos en la competencia global, es más desventajoso e injusto para las mujeres. Les quita sus recursos para cultivar alimentos y les fuerza a una lucha insegura para la sobrevivencia de ellas y sus familias. Trae consigo desplazamiento rural, ruptura familiar y comunitaria, desempleo, salarios bajos, y esclavitud económica”.

En México, muchas veces, el desplazamiento rural al que se refiere Vía Campesina es silencioso. Las personas se van poco a poco y las resistencias de las mujeres son muy frágiles, dispersas, de bajo perfil. Como sucede con las jóvenes michoacanas que, según cuentan los colegas del Colegio de Michoacán, aceptan casarse con un muchacho de su pueblo con una sola condición: que no las dejen atrás, que se las lleven en seguida al norte[1]. No quieren vivir solas, para criar a los niños de un padre ausente, para administrar el dinero que llega, cuando llega, y para sacrificar su sexualidad durante once meses al año. Como las triquis de las que nos habla Dolores París, investigadora de la UAM, que salen de su pueblo por necesidad, porque son pobres, pero también para escapar de muchas formas de violencia: la política y la de género, la de los caciques y la de los padres o los maridos, la de las emboscadas y la de los matrimonios forzados[2].

Sin embargo, las más de las veces, los hombres se van, sobre todo los jóvenes, y las mujeres se quedan, sobre todo las madres. La expresión “la madre tierra” nunca antes fue tan justa para dar cuenta de la realidad demográfica de las comunidades rurales. Así las cosas, las políticas de privatización compulsiva que instrumenta el Estado agravan la exclusión de las mujeres en dos aspectos fundamentales: el acceso a la tierra y el derecho a tomar decisiones sobre las cuestiones que afectan a los ejidos y a las comunidades.

Veamos con más detalle las formas en que se agrava la exclusión. Los programas de certificación de los derechos ejidales (Procede) y los que se aplican también en las tierras bajo el régimen de tenencia comunal (Procecom) –aunque en este caso carecen de fundamentación jurídica— se aplican en todos lados, incluso cuando no hay una racionalidad económica clara, al menos en el corto y mediano plazo. Cuando se trata de tierras erosionadas, sin recursos naturales y lejanas a los centros de desarrollo urbanos, turísticos o industriales ¿por qué emprender una cruzada estatal tan costosa para plantar la bandera blanca en cada rincón del país? La plena privatización, la titulación individual de cada pedazo de tierra no siempre abre las puertas para el capital, que además no está ansioso por territorializarse sino que enarbola la movilidad como bandera. Los efectos de esta gran cruzada nacional no se encuentran únicamente –y tal vez ni siquiera principalmente— en el ámbito de la economía sino que obedecen al afán por destruir las autonomías locales.

Es verdad que, después de la revolución mexicana, el estado se convirtió en el dador de tierras y en el dueño último capaz decidir sobre las vidas de los campesinos. No obstante, su control habitual se reducía a delimitar un contorno (más mal que bien, en muchos casos) y a enlistar a un grupo inicial de personas con derechos sobre lo que quedaba dentro de ese perímetro. Ahí dentro, los ejidatarios y los comuneros podían decidir qué hacer con las tierras y cómo hacerlo y, lo más importante: podían revocar o modificar sus decisiones, conservando una plasticidad capaz de dar cuenta del fluir de las vidas, a menudo turbulentas. Una de las transformaciones más severas que introduce la delimitación individual de las parcelas, de los solares y de la tierras de uso común a través de los programas de Certificación de Derechos radica en que congela ese movimiento fluido, antes autónomo; y lo hace a contracorriente de los saberes locales y del sentido común construido por las prácticas sociales y culturales.

Las tierras se asignan a una persona en particular, a un dueño (y pocas veces a una dueña, por más que digan que, legalmente, las mujeres tienen derecho a heredar) y desde ese momento, se legaliza el carácter de mercancía de las tierras: se pueden vender, rentar o hipotecar. No se trata nada más de las parcelas de cultivo que se asignan a determinado dueño, sino que también se determina la propiedad de los solares donde se asientan las viviendas e incluso de una parte o de la totalidad de las tierras de uso común.

Insisto: las mujeres pocas veces resultan “dueñas” de las tierras y, legalmente, no tienen derecho a decidir sobre su uso o destino, por más que ellas se queden cuando muchos dueños se van. Cuando también los espacios de las viviendas se privatizan y se mercantilizan, las mujeres pueden perder el derecho a vivir en la casa donde habitan (por ejemplo, porque el cuñado propietario vendió el solar); o pueden perder los pedacitos de terreno que usaban para criar unas gallinas y un cerdo o para cultivar hortalizas, hierbas de olor, plantas medicinales y flores (por ejemplo, porque el marido propietario rentó esa parte del solar para poner ahí una bodega o un taller). Cuando las tierras de uso común dejan de serlo, también se restringen las actividades de las mujeres que recolectan hongos, leña, semillas, plantas y frutas silvestres.

En Tlaxcala, muchas mujeres campesinas, agrupadas en el Consejo Nacional Urbano y Campesino –la CNUC, le dicen— han desarrollado una amplia reflexión acerca de su relación con la tierra. Llegado el Procede, muchos jefes de familia vendieron sus parcelas. Algunos, dicen las mujeres, se fueron hacia el norte; otros fracasaron en los pequeños negocios en los que invirtieron el dinero de la venta y hubo también quienes se bebieron hasta el último centavo. Y de pronto resulta que las mujeres tienen que sacar adelante a sus hijos y ya no tienen tierras y tal vez ni siquiera casa. Las viudas ancianas, las abuelitas, lo pasan todavía peor y cuentan de una señora que ya no quería dormir, para evitar que su hijo le “robara la huella”, es decir, para que no estampara su huella digital en los papeles en los que lo autorizaba a vender la casa.

La CNUC ha formado una red en defensa de las tierras y en defensa de los derechos de las mujeres, los niños y los ancianos, basada en el diagnóstico que hacen de su condición: “Nosotras como mujeres campesinas, nuestras condiciones son diferentes, primero por ser mujer, ya que esto implica una gran desigualdad, porque no somos dueñas de la tierra, y reclamamos este derecho. Porque como mujeres la trabajamos junto con los maridos y la defendemos como si fuera nuestra madre. La obligación de nosotras como mujeres es trabajar sin ser parte de alguna decisión sobre la tierra. Desgraciadamente, nosotras como mujeres no somos reconocidas campesinas”[3].

Si estas son las formas del desplazamiento rural silencioso, los efectos de los programas de “desarrollo” sobre las vidas campesinas resultan todavía más rápidos, violentos y devastadores. Es la historia de los campesinos de Atenco, que defendieron sus tierras de una expropiación inminente, en aras de lo que hubiera sido el gran negocio del foxismo. Es la historia de los ejidos y las comunidades guerrerenses que se resisten a ser borrados del mapa y se niegan a dejar sus medios de subsistencia, sus casas y sus memorias bajo las aguas de la presa La Parota. Es la historia de los ejidatarios mayas de Oxcum, que habitan al sur de la ciudad de Mérida y se encuentran amenazados por la expansión urbana; durante varios meses, bloquearon el camino y detuvieron el avance de la maquinaria que iba abriendo paso a una maraña de corrupción, fraudes y despojo, anudados en el proyecto Metrópolisur. Es también la historia de los wixaritari de la comunidad de Santa Catarina Cuexcomatitlán, que se declararon en asamblea permanente e instalaron un plantón para detener la construcción de la carretera entre Huejuquilla a Amatitán, en el estado de Jalisco, porque la obra se realiza en contra de la decisión de la asamblea y de sus autoridades agrarias y amenaza con fragmentar aún más sus territorios; argumentan que la carretera facilitaría el saqueo de sus recursos naturales y provocaría diversos problemas y peligros para el pastoreo, además de que atenta contra sus sitios sagrados.

En estos casos, la resistencia es abierta, beligerante y organizada, y está marcada por un fuerte sentimiento de urgencia. La participación de las mujeres en estas luchas es siempre relevante. Sin embargo, tanto la intensidad de los conflictos como la situación de emergencia en que se desenvuelven tienden a desdibujar la especificidad de los problemas, las demandas y las formas de acción de las mujeres. Las mujeres, cuando participan en los movimientos más fuertes en defensa de las tierras y los territorios y en contra del despojo que va siempre aparejado con los proyectos de “desarrollo” emprendidos desde el poder político y económico, pocas veces explicitan la condición de género desde la cual emprenden la batalla. En cambio, cuando se trata de los integrantes de algún pueblo indígena, esta condición específica sí aparece en un primer plano y tiñe muy a fondo la manera en que se plantea y se pelea cada episodio.

Aquí llama la atención la experiencia de los municipios autónomos zapatistas y sus Juntas de Buen Gobierno. No sólo resisten el mismo tipo de proyectos de “desarrollo” (una carretera en un lado, un proyecto turístico en el otro, el saqueo de los manantiales más allá) sino también a la presión militar y paramilitar constantes. En un entorno más hostil, en el que las situaciones de peligro y emergencia se prolongan a lo largo de los años, se han formado comisariadas que se ocupan de las cuestiones agrarias y buscan solución “a “todos los problemas que cometen los compañeros y las compañeras”, y que además ponen especial cuidado a la limpieza de los arroyos y las cascadas y se encargan de enseñar la importancia de la reforestación[4].

Otros espacios de resistencia, donde sí aparece la cuestión de género como algo central, específico y explícito se desarrollan en torno a las políticas focalizadas de combate a la pobreza, que se proponen reducir a la mayoría de las personas a la mera condición de individuos con carencias, sujetos a los programas asistenciales.

La política social del neoliberalismo comenzó por tratar de imponer las palabras, que no sólo sirven para designar las cosas que hoy existen, sino que también nombran el futuro, explican las relaciones sociales y alimentan las resistencias. Por eso el primer paso consistió en imponer el concepto de pobres, en un intento por aplastar la dignidad de las mujeres, las indígenas, las trabajadoras asalariadas, las campesinas y las ancianas; y por borrar sus identidades y redes colectivas. Desde ahí, los gobiernos procedieron a desmantelar sus derechos y a ocultar que lo que llaman pobreza o pobreza extrema se origina en los empleos precarios y en los bajos salarios, en los despojos de las tierras y los territorios, en las políticas de liberación comercial que arruinan a la producción campesina y en el estrangulamiento financiero de las instituciones de salud y educación. Las nuevas políticas sociales no buscan extender un conjunto de servicios al conjunto de la población, sino que comprenden acciones asistenciales individualizadas: ya sea la distribución de despensas, de leche a un precio reducido, de complementos alimenticios o de becas monetarias para los niños y adolescentes que van a la escuela.

Las políticas neoliberales de “combate a la pobreza” están basadas en lo que llaman focalización, es decir que se trata de una serie de programas restrictivos y selectivos que tienen destinatarios individuales, los cuales deben de cumplir con ciertos requisitos definidos y controlados por el mismo programa: además de ser pobres, también tienen que ser, por ejemplo, mujeres embarazadas o jefas de familia, adultos mayores de 70 años, campesinos maiceros o cafetaleros, estudiantes de primaria en una comunidad rural, etcétera.

Para cuidar que nadie tenga acceso a los subsidios sin cumplir los requisitos, los burócratas construyen complejos sistemas de vigilancia: listas, padrones, encuestas, supervisiones y métodos de medición que tratan a los supuestos “beneficiarios” como si fueran delincuentes. Hay visitas domiciliarias para verificar que las mujeres jefas de familia no tengan pareja; controles médicos de la talla y el peso para asegurar que los bebés se coman los polvos y las papillas que les dan en el centro de salud; visitas a las escuelas para comprobar que los niños que tienen una beca no ayuden a su padre en los trabajos agrícolas o cuiden a sus hermanos pequeños cuando la madre se enferma; supervisión de la vida sexual y reproductiva de las mujeres bajo pena de perder las “ayudas”. Un nuevo ejército de burócratas que vigilan las casas, los trabajos y los cuerpos de las “beneficiarias” y de sus niños, se han convertido en nuevos detentadores de los poderes locales.

Estas políticas se dirigen con especial saña en contra de los pueblos indígenas, presentados por el poder como el mejor ejemplo de la pobreza extrema, las carencias y los rezagos. Al negar los derechos y la cultura de los pueblos indígenas, el gobierno pretende convertirlos en meros receptores de sus políticas asistenciales, restringidas, individualizadas y manejadas políticamente con la intención de dividir y sujetar a las organizaciones, los movimientos, las comunidades y los procesos de construcción de la autonomía. Si los gobiernos hablan de pobreza para ocultar su responsabilidad en la destrucción de las condiciones de subsistencia de los campesinos y los trabajadores, cuando hablan de rezagos, encubren las relaciones de poder que generan y reproducen el despojo, y desplazan sus causas a un pasado atemporal y en el que no hay responsables.

Cuando el poder trata de convertir a la mayoría de la gente en pobres, en meros receptores de las “ayudas” que el gobierno distribuye según sus ritmos y voluntades, el poder también mira a la mayoría de los ciudadanos como mendigos: sin derechos y con “carencias” que reclaman la caridad. Por eso las políticas públicas de “combate a la pobreza” incorporan, cada vez más, la participación de las instituciones de beneficencia al estilo del Teletón.

El arcoiris de las resistencias abarca todos los matices: desde el de los pueblos zapatistas, que argumentan su rechazo a recibir las “migajas” de los malos gobiernos, hasta el de quienes se agrupan para reclamar “más ayudas”; o que éstas lleguen a más personas de la misma comunidad; o que se distribuyan de una manera clara, sin ser mermadas por las redes corruptas y sin proveer de clientelas cautivas a los partidos políticos.

Desde los Diálogos de San Andrés, mujeres provenientes de diferentes pueblos indígenas coincidieron en sus críticas a los sistemas públicos de salud que ignoran sus lenguas y sus culturas. Rechazaron a los médicos que actúan como “veterinarios”, incapaces de comunicarse con las pacientes. También condenaron el desprecio e incluso la persecución que sufren las parteras y los médicos y las médicas tradicionales. Sin embargo, si bien en el sistema judicial se reconoció la necesidad de contar con traductores, esta misma necesidad –todavía más apremiante cuando están en juego las vidas indígenas— no se admite en el caso del sistema de salud.

El Congreso Nacional Indígena recogió los planteamientos iniciales de San Andrés y ha desarrollado diagnósticos más completos y un esfuerzo constante por compartir las experiencias y extender la conciencia sobre la necesidad de defender las culturas indígenas contra la mercantilización de todo saber, de todo servicio y de todos los recursos naturales. Tanto en sus Congresos nacionales como en una serie de talleres y de foros temáticos o regionales, las cuestiones de la salud y de los saberes médicos indígenas han sido temas recurrentes. Entre ellos destaca la defensa del derecho de las mujeres a decidir sobre su vida sexual y reproductiva, así como la denuncia de las formas tramposas o forzadas de esterilización; la reivindicación de las parteras y el reclamo de formas respetuosas de cooperación con los sistemas institucionales de salud; el rechazo al control gubernamental e incluso a la criminalización del uso de las plantas medicinales tradicionales; y la negativa al saqueo y a las patentes de los recursos genéticos que los pueblos indígenas han conocido, usado o cultivado durante milenios[5].

Zapotecas y zapotecos de la Sierra de Juárez han elaborado un análisis muy fino sobre los efectos de los programas gubernamentales de combate a la pobreza. Plantean que las políticas neoliberales, por un lado, destruyen las condiciones de subsistencia de las familias campesinas, a través del despojo de las tierras, los territorios y los recursos naturales, de los bajos precios de las cosechas y de la migración de los trabajadores más aptos. Por otro lado, las instituciones gubernamentales entregan alimentos, complementos alimenticios o dinero a las madres. Y así las despojan de un recurso fundamental para la reproducción cultural: la posibilidad de tomar decisiones autónomas respecto a la crianza de los niños y el derecho a acceder a los bienes que resultan necesarios y convenientes para sus familias. El cambio de los patrones alimentarios impuesto por esta doble vía (la de la destrucción de las unidades campesinas y la de las “ayudas” gubernamentales”) no sólo resulta nocivo para la salud, sino que vulnera la autonomía y atenta contra las tradiciones culturales[6].

Este breve recorrido da cuenta de una variada gama de formas de resistencia: desde las más frágiles y de bajo perfil hasta las que involucran formas de acción colectiva, de organización y de elaboración discursiva que desafían abiertamente al poder. Muestra también que los problemas y las reivindicaciones específicas de las mujeres se expresan de diferente manera y con diferente intensidad en los diversos espacios de conflicto que las involucran. Por otra parte, revela que las mujeres indígenas y las mestizas comparten una serie de problemas, de experiencias y de encuentros que contribuyen a ensanchar los puentes que enlazan a los movimientos campesinos con los movimientos indígenas.

(21 de febrero, 2008)

[1] Sergio Zendejas Romero, comunicación personal.

[2] París Pombo, María Dolores, 2006, La historia de Marta. Vida de una mujer indígena por los largos caminos de la Mixteca a California. Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, México.

[3] Pool Illsley, Emilia y Pineda Rebolledo, Itzam. “Tlaxcala. El nudo de las rebeldías”. Revista Rebeldía, núm. 40, marzo de 2006.

[4] Eugenia Gutiérrez, “La comandanta Ramona y las zapatistas. Una reseña del Encuentro de Mujeres”, enero de 2008, www//mujeresylasexta.org.

[5] En las relatorías del IV Congreso Nacional Indígena, que se realizó a principios de mayo de 2006 en San Pedro Atlapulco, N’donhuani, Estado de México, se encuentran los resúmenes de decenas de intervenciones que tratan con detalle estos temas.

[6] Intervención de la Unión de Organizaciones de la Sierra Juárez de Oaxaca (UNOSJO) en la reunión de las Organizaciones Indígenas y Pueblos Indios con el EZLN, realizada en la comunidad zapatista de Carmen Pataté, los días 12, 13 y 14 de agosto de 2005.


Publicado por mujeresylasextaorg

Mujeres que Luchan, adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. Anti patriarcales y Anticapitalistas

Un comentario en “Ponencia de Adriana López Monjardin, Mesa Género e Inclusión

  1. Una ponencia interesante la de la maestra Alejandra.
    Ojalá que el foro itinerarte sobre mujeres llegue en algún momento a Chiapas, pues sería interesante la inclusión de compañeras que has realizado reflecciones sobre la situación de las mujeres en este estado.

    Saludos

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